A blog about data, information and Tech by Mario Alberich

        

Alone together - la tecnología de la soledad

La tecnología se propone a sí misma como el arquitecto de nuestras intimidades.  Así empieza la introducción del libro de Sherry Turkle, Alone Together - Why we expect more from technology and less from each other.

Empecé a leer este libro con la intención de recibir visiones diferentes a las que, por mi dedicación a la tecnología, estoy más acostumbrado a escuchar.  Es un ejercicio que hago de vez en cuando.  Ojalá lo hiciera más.

Ese fue el punto de partida, y el objetivo se ha cumplido.  Sin embargo, en el paso por los ingentes casos que expone la autora, cierta angustia se ha sumado al objetivo inicial.  Y no a lo desconocido, sino a lo palpable en el día a día que nos rodea; a lo que de alguna manera se intuye pero que en este libro se explicita: el papel de la tecnología de la comunicación como la tecnología de la soledad.

Los robots no sueñan


Ni ovejas eléctricas ni nada por el estilo.  Como mucho simulan el sueño.  Al igual que pueden simular las emociones y las actitudes humanas.  Pero la perfección con la que simulan ya pasa por válida para muchos... empezando por los niños.

Atrás quedaron los tiempos de los tamagotchis.  Aunque esos llaveros animados provocaron emociones entre los pequeños (quienes no querían cambiar las pilas para reiniciar el aparato, sino enterrarlo como a un familiar  muerto), su apariencia externa no provocaba dudas en los adultos: era un juguete.

Pero la evolución tecnológica ya permite crear materiales con tacto similar a la piel humana, caras con músculos faciales, y robots que reconocen tonos de voz, la voz, y que están programados para que podamos sentir que tenemos una interacción social realista.

Rorschach y la simulación


En el fondo de la cuestión está el hecho que cuando nuestro cerebro interactúa con la tecnología, proyecta sobre ésta una serie de cualidades.

Este proceso de proyección, similar al test de Rorschach (del de las manchas) es un mecanismo adaptativo para contrastar nuestras hipótesis internas con la realidad.  Si esa proyección funciona, la mente se adapta: reconoce patrones y formas de comunicación con ese entorno.

En este proceso hay una laguna significativa que la evolución no nos ha enseñado: ¿qué sucede si esa realidad es simulada mediante la tecnología? Es decir, ¿Qué sucede si un robot que sonríe lo hace porque está programado para ello, y no como algo genuino?

Nuestro cerebro responde igual.  Y es así como se crea la ilusión de mantener una conversación con una máquina, que no ha tenido vivencias, ni frustraciones ni alegrías.  Sólo está programado para simular las conclusiones de quien lo ha creado.

Esto que suena evidente para cualquiera que tenga una iniciación en tecnología, es algo casi mágico para alguien que ajeno a ésta.  Y esa sensación ingenua de magia conduce a la admiración, y finalmente de confianza.

Porque lo malo, si robotizado, dos veces bueno


En ese proceso de generación de confianza surgen ideas sobre cómo conseguir que los robots se ocupen de tareas árduas, o ya directamente desagradables.  ¿Ejemplos?

  • Cuidar de la gente mayor.
  • Cambiar los pañales de los niños.
  • Cuidar de pacientes con depresión severa.


Sobre el último caso, la autora relata el caso de un robot japonés llamado Paro (obviaremos ironías) que es capaz de establecer el contacto ocular e identificar el tono de voz.  Es un robot especialmente pensado para tratar pacientes con depresión severa.

¿Cuál es la diferencia entre este robot y un animal? Para la autora, la diferencia es clara: el robot no entiende nada.  Miriam, la paciente con la que se entrevistó, vivía con el robot. Se sentía reconfortada por él.  Pero en realidad, Miriam estaba sola.  La dejaron sola.

Un parche para las habilidades sociales


Y es que en el fondo, ¿qué mejor que utilizar la tecnología para cubrir lo que nos falta? Aunque eso resulta evidente cuando consideramos los avances para salvar las distancias geográficas y facilitar la comunicación asíncrona, cuando la tecnología llega a la frontera de los robots sociales, algo rechina.

Y es que, a diferencia de las limitaciones físicas, las racionales o emocionales no son tan fáciles de valorar entre las personas con un cerebro sano.  Podemos hacer deporte para ejercitar nuestros músculos y podemos ver claramente que esos músculos evolucionan pero... ¿tenemos medios para hacer lo mismo con nuestra musculatura emocional y relacional? ¿Y con los demás?

En el fondo, ese límite está en el rol futuro de esta tecnología: ¿complementar o suplir? El futuro apunta a la segunda opción: a ser los arquitectos de nuestra intimidad para que no nos obligue a convivir con las frustraciones de la realidad.  Los robots lo harán por nosotros.

Cuestiones adicionales y conclusiones


El libro hace un recorrido mucho más amplio por la introducción de la tecnología en nuestras vidas.  No son los robots el único indicador de todo este proceso.

Es obvio el papel de los móviles y las redes sociales (que al menos en USA tomaron una importancia clave después del 11-S para estar conectado en caso de otra catástrofe similar).  Los primeros en su intrusión en la vida familiar, y los segundos por el papel que juegan en la construcción de la identidad de los adolescentes.

Y en el sustrato de todo el texto, un fantasma de fondo: el riesgo de que la tecnología nos evite vivir con la frustración, y que por ello se nos escape la oportunidad de aprendizaje que ello supone.

En resumen, es un libro reflexivo, escrito por una psicóloga clínica que tiene la oportunidad de vivir en primera persona la tecnología que pasa por el MIT en cuanto a robots sociales.  Una gran parte de sus preocupaciones las reconozco en mí, pero leyendo este libro he tenido la oportunidad para poder entender los argumentos de fondo que me faltaban.

Me ha gustado la reseña del NYT sobre Alone Together, donde se resume parte de la obra y la trayectoria de la propia autora (del optimismo en libros anteriores al pesismismo actual).

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